Nuestros hijos nos escuchan

Nuestros hijos nos escuchan ¿y qué dicen las palabras?



      Todos los que sentimos profundamente la paternidad, deseamos construir un vínculo sólido, fuerte, sano, que sirva a nuestros hijos como apoyo, como base imprescindible para poder crecer, y después desprenderse para realizar su propio camino en la vida. Y para esto, el amor sólo no alcanza, también es necesaria la reflexión, el aprendizaje, la capacidad de autocrítica, la búsqueda del asesoramiento adecuado.
      Quienes consideramos a la adopción como la otra forma de ser familia, queremos también allanar las dificultades que obstaculizan que tantos chicos puedan encontrarse con ella lo antes posible, así como que esas familias puedan por fin disfrutar de la alegría de tener a sus hijos. Y como parte de ese proceso, intentamos además cuestionarnos, y cuestionar formas de pensar instaladas en la sociedad, que contribuyen desde nuestro punto de vista, a la discriminación y los prejuicios. Para ello, es importante repensar el lenguaje que usamos cotidianamente, porque las palabras con las que nombramos determinadas situaciones nunca son casuales, son herramientas para construir una u otra mirada acerca de los fenómenos que describimos.
       Por poner ejemplos, cuántos de nosotros escuchamos hablar de la verdadera madre, o incluso de la madre, aun a gente de nuestro entorno, como si nosotros no fuéramos exactamente eso, la madre de nuestros hijos. Tal como concebimos hoy a la maternidad, ésta va mucho más allá del hecho biológico de la concepción y el parto. No se es madre o padre sólo por engendrar una criatura, sino por maternarla, cumpliendo plenamente ese rol, sin embargo, se nombra como padres a quienes en realidad son progenitores pero no han sido padres. De la misma manera es difícil comprender porqué se nombra como familia a quien no se comporta como tal, por llevar la misma sangre o vivir bajo el mismo techo, en lugar de hacerlo por vínculos de amor y cuidado establecidos entre sus miembros. Y se dice de nuestros hijos que son amados como si fueran propios, haciendo una diferenciación que resulta doblemente discriminatoria y revela además enorme desconocimiento acerca del vínculo adoptivo. Por una parte se supone que el inmenso amor de una madre sólo puede pertenecer verdaderamente a la criatura fruto de su vientre y de sus genes, y no a cualquier criatura recibida como hijo; por la otra, claramente para quien lo dice, los hijos que adoptamos no son nuestros hijos, no son propios, siguen siendo en el fondo los hijos ajenos. 
       Con respecto a cómo llega un hijo a una familia, si bien ha habido en este sentido cambios importantes, hace unos años se aceptaba socialmente, sin cuestionarlo demasiado, que un chiquito fuera incorporado al grupo familiar sin haber tramitado su adopción, anotándolo directamente como nacido de esos padres, y en muchos casos además, habiendo pagado dinero para obtener a esa criatura. Puedo decir que hizo falta mucho tiempo y mucho bregar, para lograr que desde el lenguaje, desde las palabras que las nombran, se diferenciara entre una adopción, y la sustitución de identidad y el tráfico de chicos, incluso en casos de profesionales que trabajando en el tema, no las planteaban como situaciones absolutamente distintas.
       Otra expresión que se usa a menudo es hijos del corazón. En este caso me parece necesario reflexionar acerca del concepto que estamos transmitiendo con esas palabras. Si ellos no son sencillamente hijos, sino hijos del corazón porque no nacieron de nuestro vientre, la idea que damos es que la procreación por sí misma es maternidad, ya que es la procreación la que hace hijos, mientras que la adopción sólo hace hijos del corazón. Pero dar a luz no es lo mismo que ser madre, porque si no actuamos como madres, si no construimos el vínculo con el hijo, habremos traído un ser al mundo, pero no devenimos madres.
      Creo que hay más de un contenido para pensar, cuando se habla de mamás e hijos del corazón. Pareciera que es necesario agregar un calificativo que remarcando la fuerza de los sentimientos, valorice (aparentemente, aunque yo pienso que hace exactamente lo contrario) el vínculo de una madre adoptante con su hijo, y se nos muestra una relación filial que como no se construyó a través de la biología, sino a través de la adopción, necesita ser justificada: no nació de la panza, pero nació del corazón, nos veríamos así, en términos de igualdad con las otras madres...
       Pero ¿qué estoy diciendo en realidad cuando digo mamá del corazón, o hijo del corazón? Por de pronto estoy diciendo que no es lo mismo ser mamá del corazón que ser mamá, ni hijo del corazón que simplemente hijo, ya que de lo contrario no necesitaría hacer una aclaración a esas palabras. ¿Dudamos acaso que el vínculo adoptivo nos hace madres? Por haber nacido de otro vientre, de otra sangre y otros genes ¿dudamos que nuestros hijos son plenamente, entrañable-mente nuestros hijos? Entonces creo que seguimos viendo a la maternidad como un hecho biológico y no como el rol que cumple quien entrega su amor todos los días, quien da protección y acompañamiento a una criatura a lo largo de la vida. Mamá es quien quiere y cuida, quien abraza y reprende, quien se desvela de noche y juega durante el día. Y es además, en el caso de las mamás adoptantes, quien acunó a ese hijo en su profundo deseo mientras soñaba su llegada, y supo esperar largos días, meses y años para poder encontrarse con él.  La adopción no es un remiendo en la vida de nuestros hijos, es su posibilidad de crecer teniendo una familia y disfrutando del amor de su mamá, de su papá, de ambos.
      Y en realidad, si quisiéramos considerar esa expresión como una especie de figura poética para describir una relación, poniendo el corazón como sede de sentimientos y afectos, todas las madres de hijos amados y deseados (y no sólo las mamás adoptantes) serían madres del corazón.
       Sí es verdad que hay una situación que caracteriza las adopciones: el enorme deseo del hijo y una espera que no tiene plazo establecido, pero suele ser sumamente larga. Nuestro hijo tendrá que saber entonces, que fue un hijo inmensamente deseado y esperado con profundísimo amor, pero él nació como todos del vientre de una mujer, porque el corazón no se embaraza. No es necesario transcurrir un embarazo para tener sentimientos de maternidad, nosotras somos madres gracias a este vínculo adoptivo, aunque no hayamos parido a nuestros hijos.
      Ser adoptante significa haber llegado a la maternidad por otra vía, significa no haber engendrado a ese hijo, y haberlo hecho nuestro a través de la adopción, pero no genera una clase diferente de madres. Formar nuestra familia por adopción es una experiencia no comparable a otra, que nos posibilita ser mamás y papás. Es por este vínculo que nuestros hijos vivencian qué es ser hijos, porque nos tienen a nosotros, porque saben cuánto los soñamos y deseamos, y porque pueden tener la certeza de que los acompañaremos siempre, en cualquier circunstancia que nos toque vivir. Y lo mejor que puede pasarles es que asumamos plenamente nuestro rol, ya que sólo si estamos seguros de nuestra condición de padres, construiremos una relación en la que nuestro hijo se sienta seguro como tal.  
      Creo que con el uso de esas palabras se intenta una especie de compensación, “como no pude tenerte en la panza, te tuve en mi corazón…” pero eso establece una distinción que no es real, ya que insisto en que todos los hijos amados –si quisiéramos decirlo así- nacen del corazón, y haber llegado a ser familia por adopción, si bien obviamente supone diferencias con las familias que se han formado naturalmente, por lazos biológicos, éstas particularidades no tienen que ver con la calidad del vínculo, la calidad de familia, la calidad de la relación entre padres e hijos.
      Cualquier relación humana supone la existencia de singularidades que distinguen a todas las personas, cada una con sus características, sus limitaciones y capacidades, y con su historia a cuestas, cada sujeto es de una manera particular y no de otra, y todo eso, claro, incide en cómo funcionamos como familia, pero no porque nuestro vínculo sea biológico o adoptivo.
      Uno podría preguntarse, si las adoptantes somos mamás del corazón, la madre ¿será la que no le dio su corazón? pero si no le dio su corazón, ¿podemos llamarla madre? al haberlo engendrado y haberle dado vida ¿no es más correcto reconocerla como progenitora?
      Nuestros hijos no llevan nuestros genes, una parte de su historia no nos pertenece, no nacieron de nosotros, sino de otras personas, por eso somos adoptantes. Pero ¿acaso no los sentimos desde el fondo de nuestras entrañas? ¿No los llevamos en cada pensamiento y en cada latido? ¿No están adentro nuestro, todos los minutos de todas las horas de nuestras vidas? ¿No nos esforzamos sinceramente por brindarnos a ellos lo mejor que sabemos para acompañarlos y ayudarlos en su desarrollo como personas? ¿Y qué otra cosa es la maternidad?  
      Independientemente de la intención cariñosa de quienes usan esa expresión con sus hijos, más allá de que lo hacen indudablemente para expresar su amor, tenemos que tener en cuenta que el lenguaje que empleamos no es neutro, las palabras tienen determinado significado, tienen un contenido, transmiten ideas. Por eso no es lo mismo usar unas palabras que otras o unas expresiones que otras, porque con ellas estamos diciendo cómo nos vemos como padres o cómo concebimos la relación con nuestros hijos.
      Por otra parte, esas expresiones no pertenecen al ámbito de la intimidad, sino que socialmente se habla de los hijos del corazón, por lo tanto no podemos analizarlas solamente desde nuestro punto de vista, para la sociedad tienen un significado y cada vez que las usamos, estamos convalidando ese significado.
      La idea general es que lo natural es querer solamente al fruto del propio vientre y que quienes aman a una criatura que fue engendrada por otros, tiene necesariamente que tener un gran corazón. Estoy convencida de que esta expresión contiene también la idea de que es la bondad de los adoptantes la que actúa como disparador para acoger a un niño que no se sabe de donde viene, ni qué cosas puede traer consigo, depositando en la sangre de otros, todos los temores y el rechazo a lo diferente, como si los seres humanos no fuéramos, justamente en un sentido humano, todos iguales. Se sigue considerando a quienes quieren adoptar un hijo como seres llenos de generosidad, sólo deseosos de dar, en lugar de comprender que lo que nos lleva a recorrer este camino es nuestro deseo fortísimo, nuestra intensa y profunda necesidad de ser padres.
      Hay muchas formas de hacer algo por los demás pero este deseo no debe confundirse de ninguna manera con el sentimiento de paternidad, la aceptación de un hijo tiene que nacer del profundo anhelo de ser padres. Sentir ganas de ayudar o asistir a quien lo necesita puede ser maravillosamente solidario, pero jamás es paternidad.
      Se dice a menudo que los adoptantes tenemos tanto, pero tanto amor, algo así como que somos “puro corazón”, y me pregunto, si un hijo crece escuchando que sus padres le dieron tanto, pero tanto amor que pareciera necesariamente ser distinto a otros, algo así como un amor que fuera más amor que el que dan todos los padres que aman a sus hijos, ¿no se sentirá en deuda con esos padres, ya que lo que le dieron, fue tanto y tan especial? ¿Cómo hará para no sentir que les debe tanto, que debe compensar a sus padres por ese amor tan tan especial que le dieron? Y nuestros hijos no tienen -porque ningún hijo tiene- una deuda con los padres. Obviamente no estoy con lo que digo, desconociendo el inmenso, infinito amor que sentimos por nuestros hijos, pero sí quiero hacer notar cómo a algo que es natural y pertenece a las capacidades y sentimientos humanos como es el deseo y disfrute de la paternidad, se lo clasifica como algo especial y digno de mostrar, por la simple razón de no poder aceptar con naturalidad, que hijo es el que uno ama como tal, no importa cuál sea su sangre o si fue nuestro vientre o el de otra mujer el que lo dio a luz.
      Esta visión no puede reconocer ni aceptar que no todos los progenitores pueden y quieren ser padres, y al mismo tiempo, que muchos que no son progenitores, sienten un profundo deseo de ser padres y han comprendido que paternidad y maternidad se construyen a través del vínculo que establecemos con nuestros hijos.
      Ser familia por adopción es ser sencillamente padres e hijos, nosotros no rescatamos ni salvamos, somos nada más y nada menos que padres, y ellos son nada más y nada menos que hijos. Con defectos y dificultades, con rabietas, problemas, disgustos y desencuentros, y también con toda la felicidad, las alegrías, los logros, los momentos compartidos, la risa y la ternura.  El vínculo por adopción tiene características especiales pero eso no tiene que teñir nuestra cotidianeidad. Y creo que una relación entre padres e hijos no tiene que darse nunca en términos de compensación, nuestros hijos no necesitan ser compensados, sí necesitan en cambio que vivamos ejerciendo plenamente nuestra paternidad. No los miremos con una mirada especial, por el hecho de haber llegado a nosotros a través de la adopción, ya que ni ellos como hijos ni nosotros como padres somos especiales por eso. Ellos necesitaban y deseaban papás, nosotros necesitábamos y deseábamos hijos, y este maravilloso vínculo adoptivo permitió que nos encontráramos.
      Después…recién después comienza este ejercicio que nos colma de emociones y nos pone a prueba todos los días, ya que el camino no es sencillo ni  fácil. Ser padres es un duro trabajo que no se termina nunca, sólo que para quien lo desea, no hay tarea más hermosa ni alegría más grande.
Susana Dulcich

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